jueves, 19 de agosto de 2010

NUEVA CRÍTICA!



BICENTENARIO INFILTRADO

Los Infiltrados estuvimos de fiesta celebrando el sonado Bicentenario de la Independencia con dos obras que toman la ocasión como pretexto para sus montajes. Éstas son Fragmentos de Libertad del Teatro Varasanta, dirigida por Fernando Montes y que fue beca de creación del Ministerio de Cultura en el año 2009, y naturalmente Bolivar, Fragmentos de un sueño, dirigida por Omar Porras y co-producida por el Ministerio de Cultura y el teatro Malandro de Suiza, también realizada con motivo del bicentenario.
Ambas creaciones con herramientas diferentes tratan de hacer una retrospectiva sobre el sentido de la independencia de España para la Colombia actual, y desgraciadamente, ambas caen en lugares comunes, en un afán desproporcionado por encontrar un sentido poético-teatral en un patriotismo que se vuelve más una coyuntura política y estratégica, antes que una curiosidad estética profunda de los teatristas respecto al tema. No resulta coincidencial a nuestro juicio, que ambas obras tengan la palabra fragmento como sustantivo titular para excusar la ausencia de una dramaturgia estructurada y sólida, dando paso a una arbitrariedad narrativa que busca compensación en la literalidad de la iconografía histórica que redunda la escena en todas sus dimensiones.

El triste balance de esta experiencia nos hace reflexionar no sólo sobre la independencia e identidad creativa de nuestro teatro, sino sobre la esquematización que entidades gubernamentales han pretendido hacer del mismo, al condicionar ciertas fechas institucionales a estímulos económicos para un sector teatral que requiere de unas políticas culturales mucho más serias y exentas del esnobismo histórico, que coloquen al teatrista en una posición diferente de la de un ventrílocuo del discurso oficial a través del cual nos han querido contar nuestra historia colombiana.

1. BOLIVAR, FRAGMENTOS DE UN SUEÑO
Una obra sin teatro

La contemporaneidad nos ha enseñado a poner en tela de juicio toda estructura vertical respecto a las disciplinas en todos los campos del teatro, llegando incluso a poner en duda el término de actor y sustituyéndolo por el de intérprete en la medida en que la interdisciplinariedad de quien se para en frente de un escenario es cada vez más versátil, diversa y por lo tanto difícil de definir.

En esta medida no habría de sorprendernos ni escandalizarnos si al apreciar la obra de Omar Porras descubrimos que los músicos son prácticamente los únicos actores que habitan la pieza como un coro amorfo que sirve de soporte a la actuación-narración de Omar Porras y de Carlos Gutiérrez. Sin embargo, desconcierta un poco que tomando actores naturales como base del drama, se empleen lenguajes actorales de interpretación clásicos que requieren un conocimiento técnico del tema y que por lo tanto los integrantes, al no ser actores de formación (empírica o académica), no logran manejarlos a un nivel de competencia profesional. Así pues, asistimos a una obra teatral realizada por músicos, una obra teatral sin actores, una obra teatral en donde el teatro es el gran ausente.

Bolívar: fragmentos de un sueño entrega un espectáculo que con motivo del Bicentenario, conmemora la figura del Libertador a través de pequeñas situaciones que humanizan su aspecto, en medio de una sociedad que sin lograr entender al héroe, terminó por convertirlo en un ícono de piedra poco trascendental. El espectáculo cuenta con la participación de uno, o tal vez, dos actores que junto con un gran grupo de diestros músicos desarrollan la apuesta escénica del director, quien además de dirigir, protagoniza y co-realiza la dramaturgia de la obra, apropiándose de un protagonismo tan explícito, que impide que los demás creadores de la pieza enriquezcan el trabajo con sus puntos de vista, y que por el contrario, aminora su congruencia expresiva volviendo el espectáculo arbitrario y dictatorial desde lo narrativo y predecible desde lo efectista.

Después del tercer timbre entramos en un relato épico, un poco distanciado, de un personaje-actor-director que debe volver a las líneas del guión para dar continuidad al espectáculo; sin embargo este breve distanciamiento ocurre solo como preámbulo que no se desarrolla en la pieza, pues poco a poco, aquello que un principio parecía un relato épico-crítico, se instala en un tono moralizante y didáctico que hace del público un ingenuo estudiante al que le enseñan su historia nacional, una vez más, tal y como se la han contado siempre, desde los mismos puntos de vista, y narrando las mismas anécdotas que ya nos sabemos de memoria. Desconcierta un poco que el notable escritor William Ospina se encuentre detrás de este proceso y que con su sapiencia y erudición, no nos haya permitido acceder a momentos históricos que nos saquen el paradigma de su mirada clásica y nos permitan ingresar a una mirada histórica menos institucional y conductista.

Los episodios ya masticados mil veces en izadas de bandera, van y vienen entre intervenciones musicales, tomadas de una muestra del folclor nacional de postales turísticas, pies de página en video, efectos especiales, textos recitados en un tono adormecedor y la participación de un actor que resalta por su intervención y destreza profesional en diversos momentos de la obra, pero que nos lleva de nuevo a recorrer sus personajes cliché, bien conocidos por el público bogotano. Así se recibe esta apuesta escénica, como una colcha de diversos pedazos “espectaculares” que amenizan un discurso pedagógico, con una dramaturgia instalada en la narración y no en la acción, una escenografía rígida y poco polisémica, y algunas atmosferas sonoras y de luz que reproducen y constatan nuestros estereotipos de patria, antes que invitar a renovarlos y a examinar su vigencia real después de doscientos años de discutible independencia. Está claro que esto no es una obra teatral sino el resumen folclórico de dos regiones de una nación, hecho para exportar hacia países con espectadores que no quieren ver teatro sino las curiosidades folclóricas de una cultura que consideran subdesarrollada.



2. FRAGMENTOS DE LIBERTAD
Una ironía fragmentada.

Según Pavis, un enunciado es irónico cuando, más allá de su sentido evidente y principal, revela un sentido profundo, distinto, incluso opuesto… Fragmentos de libertad, nos muestra señales (comentarios, interpretación, entonación, situaciones) que nos indican con cierta claridad que nosotros como espectadores debemos relegar todo sentido evidente y cambiarlo por su contrario, pero el espectador se queda en la ecuación, no encuentra Ironía porque no hay un ícono que se identifique con su opuesto: la bandera sigue siendo la bandera, el florero sigue siendo el florero... los signos de la puesta en escena aparecen de una manera excesivamente denotativa, la cual anula la posibilidad de crear metáforas teatrales que excedan el sentido literal de la iconografía histórica colombiana, haciendo del drama más una ilustración didáctica, que una transposición metafórica del tema en cuestión.
Existen algunas excepciones a esta situación que tampoco salen bien libradas, pues desembocan en enunciados irónicos de una literalidad tal, que en lugar de activar la imaginación del espectador, acaban por adormecerla y conducirla por los caminos más obvios: hacer del escudo nacional un corazón de res, por ejemplo, o cantar en la mitad de un coro de nuestro himno “cesó la Uribe –con un especial énfasis actoral en dicha palabra- noche”. Recordemos que ironía, proviene del griego Euronis, que significa disimulación. El montaje reclama a gritos una sutileza que lo libre de la unidimensionalidad esquemática del signo y que invite al público a descubrir la ironía, y no a tenerla servida como una comida rápida de fácil digestión.
No queremos decir con esto que el teatro tenga la obligación de ser metafórico. De hecho, el teatro puede ser tan directo o tan oblicuo en su codificación como a bien desee el creador. Lo que sí es cierto a nuestro juicio es que renunciar a la metáfora para hablar denotativamente de un tema en teatro, implica un compromiso emocional tan fuerte, que haga de la obviedad algo impactante y renovador. Pero este tampoco es el caso de Fragmentos de Libertad, pues se encuentra atravesada por permanentes distanciamientos actorales, a manos de un reparto que no consigue articular la intensidad y rigor físico del entrenamiento actoral, con una intensidad emocional que conecte con el gran drama de la obra, el cual se les escapa de las manos todo el tiempo, a pesar de estar expuesto de una manera tan explícita desde lo enunciativo.

Teatralidad en proceso.

La obra se construye a partir de un collage de textos no dramáticos tales como cantos, artículos históricos, discursos políticos, poesía y narrativa, lo que le da a la obra suficiente libertad de exploración del tema por fuera de las fronteras de la historia e incluso de la ficción dramática en su noción clásica. Sin embargo, sorprende y desconcierta un poco que esta libertad no se haya aprovechado para hacer una indagación más exhaustiva sobre los textos seleccionados, quedando en la obra aquellos que todos los espectadores reconocemos como típicos respecto al tema de la independencia colombiana. Podríamos aducir que tal escogencia es coherente con una puesta en escena que se construye a partir de emblemas, pero no obstante tales emblemas no se deconstruyen en su utilización escénica, el texto no dramático no sufre un proceso de teatralización, haciendo que el uso de la palabra se vuelva más una explicación de la escena, que una escena en sí misma.
No queremos con esto descalificar el uso de material no dramático como soporte de una dramaturgia contemporánea, pero sí hacer hincapié en que el texto no dramático, aún dentro de la propuesta más contemporánea y abierta, requiere de un proceso de teatralización que lo vuelva pertinente en un escenario teatral, si es de teatro que estamos hablando.
Una de las causas de la desconexión entre texto y escena, puede ser la saturación de lenguajes. Además de manejar una dramaturgia de collage desde el texto, la obra se propone mezclar distintos lenguajes escénicos que van desde la danza, el canto, la oratoria, la declamación, el performance, la instalación, el teatro de objetos, el teatro físico, entre otros. Pero la exploración de la interdisciplinariedad en teatro va más allá de la incorporación de recursos escénicos de diversa índole y comporta la exploración a profundidad de cada lenguaje seleccionado. Por ejemplo la utilización que la obra hace del audiovisual a nuestro juicio se percibe incipiente: el elemento del video entra sin que ni siquiera exista una relación orgánica del actor con la imagen. El solo acto de introducir y sacar de escena una cámara de video para mostrar la imagen de un corazón de res, no parte de un impulso físico orgánico del actor, sino de la mera necesidad técnica de llevar el aparato para hacer visible la imagen al espectador y luego de quitarla de allí para dar paso al siguiente cuadro, pero realmente la conexión de la acción del video con la acción escénica permanece ausente, inexplorada y precaria. Algo similar sucede con los muñecos de trapo, puesto que no existe un adiestramiento técnico en la manipulación de éstos para hacer que cobren vida propia, volviéndolos unos títeres que en lugar de amplificar el sentido de la escena, terminan reduciéndolo ante la falta de apropiación por parte de los actores del lenguaje del teatro de muñecos y-o de manipulación de objetos, que haga que tal recurso realce y complejice la expresividad de la escena.
Existe también el recurso de la interpelación directa al público a través de un juego en el que éste se hace partícipe directo del hecho teatral, lo cual dinamiza sin duda la experiencia que el espectador está sufriendo, pero sin que dicha intervención implique para éste una profundización sobre el tema que se pretende desarrollar en la obra; todo lo contrario, los juegos parateatrales a través de los cuales se vincula al público están totalmente despojados de un sentido metafórico, volviendo superficial y anodino un tema que dado el tono general de la pieza, tendría que volverse problemático y provocador.
Queda claro con esto, que la cronología con la que están puestos los fragmentos de libertad, y la iconicidad con la que se aborda el tema, no son leit motivs suficientes para abarcar una estructura que se desborda en un collage recargado de diversas materias textuales y excesivos lenguajes escénicos que no logran articularse entre sí, ni manejarse con suficiente propiedad, como se lograra magistralmente en otros montajes realizados anteriormente por la misma compañía, tales como Kilele o El lenguaje de los pájaros.

La historia oficial.

Es sin duda un acierto que el montaje desacralice y de alguna forma cuestione la mitificación alrededor del tema de la independencia de España hace doscientos años, pero no dejamos de lamentar que el enfoque político de la pieza posea una postura tan maniquea respecto al tema. El punto de vista desde donde se lee la historia (en los dos sentidos de la palabra), nos plantea una visión esquemática de víctima y verdugo en la cual los débiles son víctimas, los poderosos son verdugos, sin que en medio de esto haya lugar a otro tipo de sutilezas y ambigüedades que eliminen la sobrevictimización y por lo tanto el sabor a melodrama político que queda después de que los actores hacen la venia.
Si Varasanta está asumiendo el reto de poner en escena teatro contemporáneo que rompa con las estructuras aristotélicas, que capte elementos de otras disciplinas y en suma, que corresponda un poco a la aleatoria e híbrida mezcla de estéticas en la que vivimos actualmente, es un poco contradictorio que dicho reto que se impone desde el lenguaje, no lo se lo imponga asimismo desde el tratamiento moral con que asume la puesta, que a nuestro modo de ver, resulta demasiado brechtiana y tradicional para el tipo de propuesta estética que se está indagando.
Naturalmente es válido y necesario que el teatro colombiano se siga planteando temas políticos dentro de sus obras, pero es inverosímil que el tratamiento con que dichos temas se asumen, sea idéntico a la forma como se asumieran hace cuarenta años en las tablas bogotanas. El mundo ha cambiado en estos cuarenta años. Las relaciones de poder, las concepciones sobre el bien y el mal y sobre los ideales morales de una sociedad se han transformado. No puede ser que sigamos pensando que el mundo se mueve solamente por la fricción entre la derecha y la izquierda. No podemos seguir pensando que lo uno sea lo bueno y lo otro sea lo malo, cuando justamente el país está atravesando un momento de incertidumbre al respecto en el que resulta difícil encontrar un paradigma confiable en el cual creer.
Es rescatable que Varasanta pretenda contarse la historia de Colombia desde la oposición, entendiendo la conquista española como invasión y la independencia de España como un simple cambio de poder. Es interesante esta desinstitucionalización del discurso histórico. El problema es que al estar en oposición tan abierta a la historia oficial, se vuelve un discurso tan esquemático y falso como la historia oficial en sí misma. La lectura histórica de Varasanta sobre nuestro país, se vuelve una copia en negativo de la historia oficial del mismo y por lo tanto termina aplicando el mismo margen de parcialidad del anterior, pero hacia la dirección opuesta, es decir, seguimos permitiendo que sea el discurso oficial el que determine nuestra lectura sobre la historia de nuestro país, y no se aprovecha la preciosa oportunidad de construir una dramaturgia multiautoral para permitir que diferentes voces y diferentes posturas al respecto nos muestren una mirada más diversa y vasta respecto a lo que representa para nosotros la palabra libertad y bicentenario hoy en día.

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